Erich von Däniken:
Viaje a Kiribati - extraterrestres
1. Detecciones en
las islas de Kiribati
1.4. Isla de Abaiang - isla de Tamana - isla de
Arorae: piedras de navegación
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Isla de Arorae, piedras de navegación, piedras
indicadores como una brújula (p.160-161, foto
no.11) |
de: Erich von Däniken: Viaje
a Kiribati; Ediciones Martínex Roca, S.A.; Gran Vía, 774,
7º; 08013 Barcelona; ISBN: 84-270-0684-5
presentado por Michael
Palomino (2011)
[1.4. Atolón de Abaiang - isla de Tamana - isla de
Arorae]
[Viaje al atolón de Abaiang]
Mapa de las islas Gilbert con el atolón Tarawa y el atolón
vecino Abaiang [1]
Embrujo desembrujado
Teeta, nuestro ángel negro, nos recogió a las seis de la
mañana para conducirnos al aeropuerto. Aunque esta última
denominación es del todo equívoca, si pensamos en aeropuertos
como los de nuestras latitudes. Un bimotor a hélice nos
zarandeó sobre el mar, bastante (p.45)
arbolada todavía, hasta llegar a la isla [el atolón] de
Abaiang. Pese a lo temprano de la hora, el calor
cubría la isla con un velo de calina.
El atolón de Abaiang, foto satelital (Google Earth)
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El atolón de
Abaiang en Kiribati con sus muchas islas y
localidades, mapa [2]
Localidades en el atolón de Abaiang son:
Ribono, Takarano, Ubanteman, Tebunginako, Aonobuaka,
Noutaea, Koinawa, Morikao, Kuria, Taburao, Tabuiroa,
Tuarabu, Buota, Tanimaiak, Tebanga, Tabontebike,
Teirio.
Abaiang también se
llama Apaiang o Apiaia, tiene 15 islas y un
superficie de 16 km2.
La laguna central tiene 208 km2.
En 2005 tenía 5.502 habitantes. El aeropuerto está
entre Tuarabu y Tabuiroa en la isla
principal [web01].
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[Llegada - pregunta para un
"círculo tabú"]
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Abaiang,
la llegada con la avioneta y llegó una mujer con
cocos (p.47)
Däniken indica:
<Nos balanceamos en avioneta sobre la marejada
[mar] en dirección a Abaiang. Después del
aterrizaje, este personaje típico nos ofreció
cocos.> (p.47)
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Llegados a una choza de bambú que era la terminal del
aeropuerto, Teeta discutió, entre abundantes gestos y
señalándonos con el dedo una y otra vez, con varios hombres.
Dos de éstos se pusieron en marcha alegremente y volvieron al
poco con un Toyota, a bordo del cual izaron nuestros
equipajes. Nosotros subimos también y el vehículo emprendió la
marcha por un sendero lleno de baches, entre sonoras quejas de
la suspensión.
Abaiang es un atolón estrecho de treinta y dos kilómetros de
longitud, llano como una tabla y prácticamente cubierto de
cocoteros altos como casas y árboles del pan vencidos bajo el
peso de sus frutos. Para cubrir dos terceras partes de la
longitud de la isla se necesitaron dos horas de viaje.
-- "¿Tú sabes dónde está el círculo tabú,
Teeta?" - pregunté cuando nos detuvimos en la aldea de
Tuarabu.
Él asintió, aunque reconociendo que no había visto el lugar en
persona. Cuando su padre era párroco [pastor] en Abaiang él
había vivido allí; pero su madre, nuestra cordial anfitriona,
le había nombrado a una persona que sabría conducirnos al
lugar. ¡Menos mal! Teeta se alejó de nosotros corriendo como
una gacela.
[Abaiang con 451 habitantes
(años 1980s) - las chozas - leche de coco]
Playa del atolón de Abaiang [3] |
Camino de la escuela en un barco en el atolón de
Abaiang [4] |
Contemplamos aquella aldea de cuatrocientas cincuenta y un
almas [años 1980s]. Como en todas partes, la palmera cocotera
había suministrado los materiales para la construcción de las
pequeñas chozas. Algunas de éstas se alzaban sobre bloques de
coral, a fin de evitar la humedad así como las sabandijas y
cangrejos, muy abundantes en el lugar. Más importante era, sin
embargo, evitar que se pudriesen rápidamente las bases de los
troncos utilizados en la construcción. Los muchachos se
encaramaban a aquellos árboles que abrían su tejado de palma a
treinta metros de altura, dejaban caer los cocos, y éstos eran
diestramente abiertos por los hombres que nos daban la
bienvenida invitándonos a beber. En aquel clima, la leche de
coco apaga la sed mucho mejor que toda una caja de bebidas de
cola; está formada de un 45 por ciento de agua, y lo demás son
nutritivos albuminoides, grasas, hidratos de carbono y
minerales, todo lo cual ofrece allí la naturaleza en
abundancia y sin gasto alguno.
[Más guías]
Teeta reapareció extrañamente acompañado. A su lado,
arrastrando los pies, vistiendo una especie de túnica negra,
con el cabello (p.46)
cubierto por un velo, una delgada anciana componía una figura
impresionante. La acompañaba un viejo arrugado que llevaba un
bebé llorón al brazo izquierdo y tiraba con la derecha de un
chaval en edad preescolar. A excepción del lactante todos
estaban mudos como pescados; en cuanto a aquél, sin duda tenía
hambre, aunque no sería en los pechos de la vieja donde iba a
encontrar reparación, si es que la anciana aún llevaba cosa
tal bajo la cortina que le servía de vestido.
Todos nos apretamos como sardinas en la plataforma del pequeño
Toyota, y continuamos la marcha. Teeta había perdido su
alegría.
-- "Dale diez tiras de tabaco
a la mujer, y una caja de cerillas además" - susurró
dominando apenas su barítono (p.47).
La monja de negro meneó la cabeza y el viejo mostró los
dientes, que eran apenas unos raigones de color pardo
amarillento. Quedé aliviado al comprobar que la vejez se
cobraba su tributo incluso en Kiribati, y que no todos los
isleños eran apolíneos.
[Tebanga - el sacrifico de
tabaco - la bebida "Toddy agrio" - la pregunta de un círculo
con un dios]
|
Tebanga en el atolón de Abaiang, mapa [5]
|
Hacia el extremo sur de la isla el vehículo se detuvo con seca
frenada. La aldea se llamaba Tebanga, y allí nuestros acompañantes,
incluso los más jóvenes, experimentaron una transformación. Ya
no se oían risas. Las miradas expresaban preocupación. Hasta
Teeta, siempre tan jovial, tenía los rasgos endurecidos.
-- ¿"Qué pasa aquí?" -
pregunté.
Teeta señaló con mudo gesto hacia la espesa vegetación
tropical que teníamos delante, pero no respondió. La
ensotanada monja enfiló un sendero apenas más ancho que una
toalla, y que se metía en la espesura. Los demás la seguimos a
poca distancia, en silenciosa procesión. El abuelo y el niño
empezaron a hacer coro al bebé. Lloriqueaban, pero de miedo.
La anciana se detuvo y nos conminó con un gesto a hacer lo
mismo. Luego se encaminó hacia un claro de la selva, pero los
lujuriantes arbustos y matas tropicales la ocultaron en
seguida a nuestros ojos. Lo que ocurrió allí no se sabe; sólo
recuerdo el fondo sonoro de los graznidos de aves exóticas y
multicolores, el rugido de la cercana rompiente y los
chasquidos de las palmadas que nos dábamos para aplastar a los
zumbantes mosquitos. A lo que pudimos observar, los mosquitos
prefieren la sangre dulzona y tentadora de los extranjeros. Ya
dicen que en la variedad está el gusto.
Sin dignarse echarnos ni una ojeada, la vieja regresó con una
expresión hierática en el rostro y pasó de largo. Teeta,
liberado de sus temores gracias al sacrificio del tabaco, me
invitó a seguirla con un ademán.
-- "Go on!" [¡continuar!]
El claro no era más que un redondel pequeño y despejado de
vegetación. A la primera mirada se echaba de ver que allí no
podía crecer nada, y no por arte de magia: todo el lugar
estaba empedrado con guijarros de coral muy apretados los unos
con los otros. Con piedras redondas algo más grandes habían
marcado un rectángulo en medio del cual se alzaba un monolito
de coral como de la altura de un hombre, y que parecía una
piedra funeraria. Esta suposición se confirmó cuando la
rodeamos, al ver en la parte posterior el nombre (p.48)
del difunto y la fecha del fallecimiento. Las tiras de tabaco
ardían en una concha de molusco, grande como la de una tortuga
carey. Los tres nos habíamos quedado solos. Los isleños nos
contemplaban desde una prudente distancia, muertos de miedo y
de curiosidad.
Lo que nos enseñaban allí no tenía nada que ver con el lugar
sagrado y misterioso aludido por el reverendo Scarborough.
Recordando su consejo de ser siempre amable con los nativos,
disimulamos nuestra amarga decepción, tomamos un par de
fotografías y nos unimos luego a la falange de los indígenas
que nos esperaban. La vieja maga pareció juzgar que nosotros
éramos una prueba de la virtud protectora del tabaco, y nos
miró con orgullo y por primera vez. El abuelo y el rorro
lloriqueaban; por lo visto era una costumbre. Incluso Teeta, a
pesar de ser un hombre pasablemente ilustrado (p.49),
nos contemplaba con aire crítico: ¿habrían cambiado en algo
sus amigos? ¿Conseguirían alejarse de la sepultura sin sufrir
ningún daño? Aunque la rabia nos retorcía las tripas, por lo
demás estábamos bien.
Cuando el Toyota estuvo bastante lejos de aquel lugar gafe y
temible para los nativos, los ánimos de nuestros acompañantes
volvieron a alegrarse. Teeta hizo circular una botella de
plástico que contenía un caldo blanquecino y tibio. Por no
rechazar la fineza, vencí la repugnancia y tomé un trago
mientras todos me observaban. La cara se me contrajo en una
mueca, seguramente grotesca, pero que fue interpretada por
Teeta como un guiño de entendido, pues se echó a reír muy
satisfecho y presentó el gollete de la botella a los labios de
mis amigos. Menos la bruja, el abuelete y el crío, todos se
lubricaron a gusto la garganta, a medida que su comportamiento
se volvía más desinhibido y alegre.
-- "¿Qué es eso que estamos
bebiendo, Teeta?"
-- "¡Toddy agrio!" - contestó con toda naturalidad, como si
hubiese dicho "whisky-sour".
-- "¿Quién es toddy agrio?"
Teeta ordenó que se detuviera el camión, y con la azulosa
punta del índice de su cobriza mano señaló hacia la copa de
una palmera. Bajo las hojas, atados a los troncos, se veían
unos recipientes de varios tamaños. Era que recogían la savia
azucarada del árbol. Se deja en reposo tres días hasta que
empieza a fermentar. Se sube a la cabeza como el vino verde, y
como los isleños son casi abstemios, tan peligrosa bebida
consigue dejarlos fuera de combate durante varias horas. Y es
que la palmera da de todo, ¡incluso aguardiente!
Por lo visto el toddy agrio tiene efectos sedantes, pues de lo
contrario hubiera yo reventado de rabia. Al retorno a nuestros
cuarteles en Tuarabu vimos a los ancianos reunidos en
conferencia, lo mismo que por la mañana. Con el último resto
de mi hipócrita cortesía europea, le pedí a Teeta que
averiguase adónde nos habían llevado. Después de consultar a
sus paisanos, nuestro ángel negro confesó que lo que habíamos
visto era el sepulcro de un poderoso guerrero, cuyo gran
espíritu era todavía la protección de su familia. Alabado sea
el guerrero, dije, pero lo que nosotros buscábamos era un
círculo de piedra sin tumba, una zona estéril de donde se
alejaban incluso las palmeras (p.50).
Si fuese posible hacer audible el ruido de los cerebros al
funcionar, las cabezas de aquellos ancianos habrían sonado
como ruedas de molino. Se les veía en sus rostros, contraídos
por el esfuerzo, lo intensamente que estaban pensando. Al fin,
una luz se encendió en los ojos de uno de ellos. Sí, dijo, en Tarawa Norte había un
círculo así, donde residía desde tiempo inmemorial un
"espíritu poderoso" venido del cielo y que no toleraba
intrusiones. Se decía que hasta los pájaros que se atrevían a
sobrevolar sus "dominios" caían muertos al suelo. Estas
palabras sonaron como música a mis oídos, pero ¿sería
realmente aquél nuestro objetivo?
[Vuelo a la isla de Tamana: tumbas viejas]
Mapa de las islas Gilbert con el atolón Tarawa y el
atolón lejos de Tamana [6] 540 km de la isla de
Tarawa (p.51)
|
La isla de Tamana en Kiribati, foto satelital [7] |
La isla de Tamana
tiene una superficie 4,5 km2
con 5 x 1 km, es la isla más pequeña de las islas
Gilbert y su población está bajando. Tiene tres
pueblos: Barekuba, Bakaka y Bakarawa. En 1978
fueron en total 1.349, en 2005 todavía 875
habitantes [web02]. [Considerando la vista de
cerca se puede considerar que la isla está en gran
peligro por el nivel del mar subiendo y toda la
playa está ya bajo del mar].
|
A la meta buscada, pese a la
huelga y a la escasez de gasolina
Antes de que amaneciera del mar el cuarto día de nuestra vida
de isleños correspondimos a la invitación a cenar en casa del
piloto Gil Butler, a quien expusimos poco a poco y con toda
clase de detalles nuestras intenciones. Gil dijo no tener ni
idea de adónde debíamos dirigirnos, pero explicó que la isla
de Tamana - la mencionada por el reverendo Scarborough -
estaba a quinientos cuarenta y cuatro kilómetros a vuelo de
pájaro, mientras que Tarawa Norte podía ser alcanzada
fácilmente con una lancha. Luego se declaró dispuesto a
llevarnos a Tamana la mañana siguiente, sin más tardanza,
contra el pago de doscientos veinticinco dólares australianos
(unas veinte mil pesetas [1981]) la hora de vuelo. Decidí
aceptar la oferta.
[Tamana: Condiciones salvajes
de aeropuerto]
Vista desde el aire, la pista natural de Tamana [en los años
1980s] no parecía buena. Y no lo era. Las pistas instaladas
por la AIR TUNGARU en las islas no son más que corredores
abiertos en la selva por el "bulldozer", quitando luego las
piedras gruesas y los matorrales. Los isleños tienen el
encargo de mantenerlas en buenas condiciones y alejar a los
perros vagabundos y a los cerdos que hozan el suelo. Pero
ellos dicen: "eng, eng", sí, sí, y en menos de una semana las
matas están otra vez crecidas, la lluvia tropical ha hecho
aparecer nuevas piedras y los animales pastan por todas
partes. Cada aterrizaje y cada despegue obligan a hacer
prodigios de habilidad. Nuestro aparato aterrizó haciendo eses
entre animales y pedruscos.
[Unas tumbas viejas - sol
fuerte y mosquitos]
Teeta se encaminó hacia una cabaña de palma donde haraganeaban
[se encontró] (p.51)
los tres empleados de los servicios de tierra. Mientras tanto,
nuestro ángel negro ya se había enterado bien de lo que
buscábamos, lo que le permitió explicarse con sus paisanos,
estimulando la memoria y la fantasía de los mismos con
abundantes gestos y con un aluvión de palabras. Al fin se
acercó con los ciudadores de la pista.
-- "¡Allá abajo se encuentran
las tumbas de unos seres descomunales [gigantes]!"
-- "¿Seguro?" - inquirí.
Teeta interrogó de nuevo a sus congéneres [familiares]. Ellos
asintieron [dijeron que sí], y un bosque de índices rígidos
apuntó hacia un palmeral, al otro lado de la pista.
Pesadamente cargados con nuestra impedimenta [grupo], nos
pusimos en marcha. "High noon" [las 12 del día]. El sol caía a
plomo sobre nosotros. Abrasó nuestros cuerpos sin compasión
[piedad]. Nos corría el sudor hasta dentro de los zapatos.
Siendo como éramos unos rostros pálidos, no podíamos quitarnos
la camisa, pues al poco, cada uno de nosotros no habría sido
más que una gran llaga [herida roja]. Nubarrones de mosquitos
hambrientos metían sus aguijones a través de las telas. Las
correas de las cámaras nos cortaban los hombros como si los
tuviéramos en carne viva.
Aparecieron unas tumbas cubiertas de fragmentos de color pardo
[marrón].
-- "¿Es aquí? - pregunté. La
lengua se me pegaba al paladar de pura sed y decepción.
-- "¡Tiaki, tiaki! no, no. ¡Continúen!" - dijeron los del
personal de tierra mientras abrían senderos en los
matorrales [arbustos], rodeaban palmeras y escalaban tumbas
y montones de guijarros [grava]. Hasta que al fin se
detuvieron, radiantes:
-- "¡Aquí es!"
Cambiamos varias miradas inexpresivas y desanimadas, por las
que Teeta dedujo [sacar conclusiones] que tampoco aquello era
lo que buscábamos. Apesadumbrado [con pena], se apartó un
poco, mesándose [tocar] su envidiablemente abundante cabello.
[Preguntan para tumbas de los
gigantes - una necrópolis de gigantes - proyecto de ir a la
isla Arorae]
¿Cómo continuar? Aquellas personas se habían esforzado de
buena fe. Era preciso que pusiéramos algo más de nuestra parte
(p.52).
-- "Mira, Teeta" - empecé en
tono paciente -, "Diles a estos hombres que les damos las
gracias por habernos traído hasta aquí, y que ha sido una
gran sorpresa ver tantas tumbas antiguas. Pero las tumbas
que nosotros buscamos son más grandes, mucho más grandes
(p.52) que éstas de aquí. Fueron excavadas para gigantes que
eran dos o tres veces más altos que tú y que yo. Y esas
tumbas deben estar en algún lugar aparte, no en medio de un
cementerio como éste, pues los gigantes aquellos no
toleraban vecindades, ni vivos ni muertos (p.53).
Nuestro infatigable intérprete se puso en medio del ruedo. Sus
oyentes [público] parecían muy animados a pesar del sol
abrasador [caliente] y del aire sofocante. Una vez más
insistió en explicar, bien se veía, lo que buscaban los
hombres blancos. Uno de sus interlocutores habló aparte con
Teeta durante unos instantes. Aseguraba que al extremo de la
isla se encontraban tumbas más grandes, mayores que la más
grande de allí.
-- "¿Y tienen otras tumbas
alrededor?" - le interrogué.
-- "¡Eng, eng! ¡Sí, sí!" - asintieron con entusiasmo.
Sospeché que nos disponíamos a seguir otra pista equivocada.
Pedí un bloc y un lápiz a Willi, me senté sobre una de las
sepulturas [tumbas] y me fui dirigiendo a uno tras otro, a
través de Teeta:
-- "La tumba de que habláis, ¿es más grande que esa de ahí?"
-- "¡Eng, eng!"
Llamé a uno de aquellos mozos y le hice dibujar el túmulo
[colina de tumba]. Lo hizo con trazos sencillos.
-- "Ahora dibuja las demás
tumbas que están alrededor de la grande."
El muchacho dibujó toda una necrópolis. No era el lugar que
buscábamos. Por lo visto, la cortesía kiribati prohibía
contestar con un "no" a un extraño, si se adivinaba que ello
iba a contrariarle. Acudí [vino] a mi fantasía para tramar
[contar] una historia:
-- "Escuchad. Hace mucho
tiempo hubo dos hombres muy altos, mucho más altos que
Teeta. Vinieron de un país lejano, o tal vez de los cielos.
Eran tan fuertes, que podían arrojar por el aire las canoas
de vuestros padres, como si fuesen cáscaras de coco. Pero
los vuestros les dieron de deber y les vencieron con un
hechizo [con una brujería], y los mataron y arrojaron sus
huesos en una fosa muy honda [profunda] para que no pudieran
hacer daño nunca más. ¿No sabréis dónde está esa sepultura
[tumba]?
Escucharon atentamente la traducción de Teeta. Después de un
largo silencio lleno de meditaciones, uno de los hombres se
adelantó al resto del grupo:
-- "¡Hay una tumba de
gigantes en la punta sur de la vecina isla de Arorae!"
(p.53)
-- "¿Hay también piedras grandes que apuntan hacia otras
islas que están muy lejos en el mar?"
Sí, aseguró el hombre, él había visto tales piedras cuando
vivía con su padre en Arorae. Desde donde estábamos no se
divisaba esta isla. A ochenta kilómetros de distancia, es la
más meridional de las dieciséis islas Kiribati. ¿Íbamos a
aventurar un vuelo bajo tan vagas esperanzas? Debido a la
huelga, Gil Butler disponía de muy poca gasolina; pero ahora
también se había apoderado de él la fiebre de la caza, y dijo
que nos llevaría. Al cabo de media hora ya rodaba o mejor
dicho saltaba el avión sobre la pista. Eran las dos, pero el
sol ecuatorial quemaba lo mismo que a mediodía.
[Viajar a la isla de Arorae: tumba de un gigante]
Isla de Arorae
|
Mapa de las islas Gilbert con el atolón Tarawa y el
atolón Arorae [8]
Arorae también es
conocido con los nombres de Arorai, Arurai, Hope
Island, o Hurd. Tiene 7,5 km2
de superficie, es 9x1 km, está 2 m s.n.d.m. En
2005 fueron 1.256 habitantes. Los pueblos son
Tamaroa, Taribo y el pueblo principal de Roreti,
llamado antes también Koreti. El fin en el norte
es llamado Barbaroroa, el fin del sur Batitotai,
no tienen habitantes. El clima es seco, con
sequías muchas veces . Los habitantes son
protestantes, pesqueros buenos, también tiburones,
y bailan de una manera única [web03].
|
Isla de Arorae, foto satelital [9] |
Isla de Arorae, una nativa princesa en 1911 / 1926
[10]
|
Espada con dientes de tiburón de Arorae [11]
|
|
[Aterrizaje - un
"ciclo-cross" con bicicletas sin camino]
Isla de Arorae, Erich von Däniken al aeropuerto de la isla
Arorae (p.57)
También en Arorae hallamos a los inevitables tres nativos
dormitando bajo el sombrajo de palma, y también allí pastaban
las bestias en medio de la pista de aterrizaje. ¡Pero aquel
personal de tierra disponía de bicicletas! Teeta inició las
acostumbradas rondas en demanda de información, cuyo resultado
conducía a un anciano de quien decían ser el mejor conocedor
de los lugares. Oído lo cual alzamos nuestras humanidades
sobre los deteriorados cuadros de dos herrumbrosas [oxidadas]
máquinas.
El anciano era un tipo muy espabilado [inteligente] y le
agradó que viniéramos a consultarle. En una descripción
cargada de ademanes y metáforas, explicó dónde estaban las
tumbas ciclópeas [gigantes] y las brújulas de piedra [piedras
de navegación]. Esperanzado [con esperanza], yo me decía: la
isla no tiene más de cuatro kilómetros y medio de largo por
escasos [pocos] hectómetros de ancho. Por tanto, un hombre que
se ha hecho viejo aquí la conocerá como el forro [tela
interior] de sus bolsillos, o cualquier otro escondrijo así de
accesible, ya que los "tepes" son de una pieza y no traen
bolsillos.
Mi petición, dirigida a Teeta, de conseguir más bicicletas,
había corrido como un incendio en la estepa, y fue un grupo de
catorce ciclistas el que regresó al llamado aeropuerto. Pagué
con algunas monedas a los propietarios deseosos de cedernos
sus vehículos, con lo que la expedición rodada emprendió la
etapa de cuatro kilómetros, que no son muchos en condiciones
civilizadas. En Arorae, por el contrario, fue una partida de
"ciclo-cross" con numerosas dificultades puntuables: sobre
limo [barro] fangoso y sobre arenas finas; cruzando campos
llenos de matojos [arbustos] y húmedos sotobosques [malezas]
tropicales; y siempre perseguidos y atacados por bandadas de
mosquitos inasequibles al desaliento [no cogeable]. El anciano
no había prometido demasiado (p.54).
[Una tumba de un gigante en
la isla de Arorae de 5,30 x 2,90 metros - otra tumba
es destruida]
En la punta norte de Arorae y justo detrás de la "maneba" o
casa comunal se extendía un rectángulo pulcramente enmarcado
con piedras planas dispuestas por una mano atenta. El túmulo
de piedra se alzaba un metro del suelo. No se veía ninguna
sepultura propiamente dicha, ni losa sepulcral. A cinco pasos
de la supuesta tumba de un gigante habían cavado una fosa
cuadrada, cuya escasa profundidad reflejaba la luz solar, pues
estaba inundada por el agua filtrada del mar. Las noticias del
reverendo Scarborough se referían a dos tumbas de gigantes.
¿Dónde estaba la otra?
A mis preguntas, Teeta averiguó que años atrás, cuando
construyeron la "maneba", necesitaron sitio y derribaron
[destruyeron] el otro túmulo. No temieron esta empresa los
isleños, puesto que nada quedaba ya de la magia de los
espíritus, ni de los cuerpos gigantescos (p.55).
|
Isla
Arorae, la casa colectiva con nativos (p.55)
Däniken indica que aquí fue una tumba de un gigante:
<El segundo sepulcro gigante fue destruido para
hacer sitio a esta "maneba" o casa colectiva en
Arorae.> (p.55) |
Fuesen (p.55) terrestres o extraterrestres los gigantes
enterrados allí, no era extraño que los espíritus se hubieran
disipado, lo mismo que se disolvieron los huesos en el agua
salobre del subsuelo.
Así pues, nos hallábamos ante un túmulo funerario que medía
5,30 x 2,90 metros. No era cuestión de cavar bajo la mole de
piedras, y por otra parte, ¿qué íbamos a encontrar? Además Gil
Butler quería regresar antes de que se hiciera de noche. Nos
llevábamos la impresión consoladoramente positiva de haber
visto una tumba antigua y mitológica. Enviamos un rápido
recuerdo agradecido a la intención del reverendo Scarborough y
nos preguntamos: ¿dónde están las brújulas de piedra? Al otro
lado de la isla, más allá del aeropuerto, se nos contestó.
[Buscar brújulas de piedra en
la isla de Arorae: con bicicleta - marcha dura - los
monolitos]
De no haber sido por la omnipresente huelga, nos lo habríamos
tomado con calma y habríamos regresado en avión otro día. Pero
tal y como estaban las cosas era necesario aprovechar la
oportunidad, posiblemente única, de nuestra presencia. La
carrera ciclista se reanudó en sentido contrario, pero a
partir de la primitiva pista de aterrizaje no se pudo
continuar sobre ruedas.
Muertos de sed, la marcha sobre las dunas resultó una tortura.
A ratos me sorprendía viendo alucinaciones como las que han
descrito los exploradores del desierto salvados de morir de
sed. El pulso me martilleaba las sienes y me retumbaba en el
cráneo. A sólo diez minutos de la meta tuve que luchar contra
el instinto invencible que me decía: ¡abandona! Me tambaleaba
tras las huellas de Teeta, y ni siquiera me atrevía a volverme
para mirar a Willi y a Rico, embarcados por mí en aquella
aventura: les oía jadear a mi espalda y me figuraba sus
miradas cargadas de reproche. Mi fantasía me representaba una
película llena de figuras mitológicas. Mas, de pronto, mis
sentidos se despejaron de golpe, ¿o era un espejismo tentador
lo que se divisaba tan cerca?
No. Algo apartados de la resaca, unos monolitos prometían
constituir la meta anhelada. Uno de ellos estaba caído en el
suelo, y el otro erguido ante mí. Olvidé todo mi cansancio.
Grandes fragmentos de piedra, partidos por la intemperie y los
cambios de temperatura, emergían del suelo. Perfectamente
encuadrados en otro tiempo, y ahora roídos por los dientes del
tiempo, y todo ello enmarcado por un rectángulo de piedras
pequeñas. ¿Tal vez una necrópolis insignificante, como tantas
otras que yo había visto ya en todas las partes del mundo?
(p.56)
Con mis sentidos otra vez aguzados, observé que los monolitos
que permanecían [quedaron] erguidos [instalados] casi a la
altura de un hombre apuntaban en diferentes direcciones. En la
cara superior de la piedra pude apreciar unas ranuras
perfectamente rectilíneas y del orden de un centímetro de
ancho: indicadores para lejanos rumbos.
Piedras de
navegación, piedras indicadores como una brújula
|
Isla de Arorae, piedras de navegación [12] |
Isla de Arorae, piedras de navegación, piedras
indicadores como una brújula (p.160-161, foto no.11) |
Isla de Arorae, campo de piedras (p.59)
Däniken indica:
<Bajo este
amontonamiento de piedras, según aseguran,
descansan los restos de un gigante mitológico. Al
fondo, algunos de los participantes en la prueba
de "cross" ciclista. El de la camisa blanca es Gil
Butler, nuestro piloto y amigo.> (p.58)
|
Sacamos la brújula y los mapas para documentarnos. Uno de los
rumbos marcados en la piedra señalaba sin error apreciable a
la isla de Niutao,
del archipiélago de las Ellice, grupo de nueve atolones a mil
ochocientos kilómetros de distancia hacia el sur (por vía
aérea); otra de las ranuras apuntaba al sudeste, a Samoa
occidental, alejada en sentido este mil novecientos kilómetros
de las Fidji (por vía aérea). Siguiendo la dirección de una
tercera ranura, la regla nos llevó a las islas Tuamotu, en la
parte meriodional del Pacífico y a cuatro mil setecientos
kilómetros (por vía aérea). Otra (p.57)
marcaba aproximadamente la localización de las Hawaii. ¡Una
vez más se elevó una oración en acción de gracias en dirección
de ciudad de El Cabo, para el reverendo Scarborough!
[Piedras de
navegación gigantes] |
|
Isla
Arorae, campo con monolitos al lado de las piedras
de navegación (p.58)
Däniken indica:
<¿Un espejismo? ¡Al lado de la resaca [secuencia
o playa con olas], un campo de monolitos!> |
|
|
|
Isla
Arorae, campo con monolitos al lado de las piedras
de navegación, primer plano (p.60)
Däniken indica:
<Mojones [piedra de frontera] cuarteados
[partidos] por el viento y las lluvias se alzan
todavía del suelo, colocados diagonalmente dentro de
un rectángulo delimitado con piedras.> (p.60)
|
|
Isla
Arorae, campo con monolitos al lado de las piedras
de navegación, vista total
Däniken indica:
<Monolitos de la altura de un hombre, brújulas de
piedra que señalan la dirección de archipiélagos
lejanos. Algunos de ellos, caídos, erosionados,
deshechos por la intemperie.>
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[Materiales: piedras de
navegación que no son de Arorae - direcciones a Fiyi, Tonga
y Samoa]
Dos de los indicadores para la navegación son de granito,
mineral que no existe en Arorae, otros tres presentan muestras
de origen volcánico y los demás son de la piedra de los
arrecifes de coral.
Mi mente jugaba y combinaba las diferentes consideraciones que
se imponen siempre que uno se ve enfrentado a problemas de
navegación ancestral, como en aquel caso de Arorae. Es
indiscutible que, en todo tiempo, los isleños han sabido
resolver dificultades sencillas de navegación guiándose por
las estrellas y por su conocimiento de las corrientes marinas.
Admitido esto, queda sin resolver el gran enigma de cómo los
primeros viajeros, los navegantes originarios, pudieron
alcanzar objetivos cuya existencia no podía serles conocida.
Si zarpaban de las costas de su isla natal océano adentro, no
sabían adónde arribarían ni, por tanto, cuánto iba a durar la
singladura. Si el destino podía estar en cualquier parte, las
experiencias de la ida no servirían para la vuelta, porque las
estrellas cambian de posición, y las corrientes y los vientos
no tienen una dirección totalmente fija y determinada.
Aceptando la opinión prevalente en la actualidad, de que los
cielos estrellados y las corrientes marinas y atmosféricas
fueron las primeras guías para la navegación, habremos de
suponer que los primitivos navegantes poseían complicados y
muy diferenciados conocimientos de astronomía, oceanografía y
meteorología. Es decir, un nivel de conocimientos que por lo
común no se les reconoce a nuestros antepasados.
Recordé entonces una conversación sostenida poco tiempo antes
en el museo de Wellington, Nueva Zelanda, con el etnólogo
doctor Robin Watt. Consultado sobre esos problemas de
navegación, Watt contestó que no veía los problemas por
ninguna parte: los maorí, por ejemplo, raza polinesia de Nueva
Zelanda, siempre supieron que (p.58)
al nordeste hay archipiélagos como los que hoy llamamos islas
Fidji [Fiyi, Fiji], Tonga y Samoa. Es decir, que a los maorí
les habría bastado marcarse un "rumbo general al nordeste"
para alcanzar, tarde o temprano, tierra firme en algún punto
de la red de islas. Llegados a una de ellas, los aborígenes
pudieron ayudarles a continuar.
Así de pronto suena bien, pero luego esta "solución" de la
dificultad empieza a suscitar [provocar] dudas. La consigna
[palabra de clave] inicial "rumbo general al nordeste" supone
la noción exacta, y lo que es más, la seguridad de que en tal
dirección hay unas islas flotando en el mar. Con canoas y
catamaranes, dotados [con] o no de velas, si se va a la
aventura es fácil pasar por entre las islas sin avistar [ver]
tierra. ¡Una singladura [viaje de un día en un barco] al azar
[por acaso] y sin retorno!
[Eso no fue tan difícil como Däniken indica: Se tiene que
considerar que el nivel del mar fue apr. 60 metros más bajo y
las islas no fueron tan pequeñas como hoy].
Verdad es que para el marino experto hay medios de orientación
aun cuando la tierra no sea visible: desperdicios [basura]
(p.60)
flotando sobre las aguas, troncos, cadáveres de animales; pero
son recursos aleatorios [por acaso], que de poco valen durante
la noche o en medio de una tormenta.
[Probablemente han viajado con las estrellas, no sé por qué
Däniken no indica eso].
[¿Los prehistóricos aceptan
los gigantes de Däniken?]
Después de escuchar y verificar todas las explicaciones, me
parece que los expedicionarios prehistóricos debían tener muy
clara su meta antes de zarpar [salir] y que sabían abastecerse
[alimentarse] adecuadamente. Esto, ¿lo consiguieron gracias a
conocimientos adquiridos a lo largo de los siglos, o gracias a
las instrucciones recibidas de los mitológicos "dioses"?
¿Quién llevó allí aquellas piedras? ¿Quién las erigió en su
posición? ¿Quién podía saber hacia qué rumbo estaban las islas
"invisibles"? El único punto fijo en esta confusión de
preguntas son las piedras mismas que ese día relumbraban bajo
el sol... y las mitologías de la zona del Pacífico, todas las
cuales, todas, hablan de unos seres voladores, unos "dioses"
(p.61).
Isla de Arorae, la subida al avión para salir de la isla con
Erich von Däniken (p.160-161)