Erich von Däniken:
Viaje a Kiribati - extraterrestres
1. Detecciones en
las islas de Kiribati
1.6. El círculo sagrado en
el norte de Tarawa
El círculo sagrado en el norte del atolón de Tarawa en
Kiribati en color (p.49)
de: Erich von Däniken: Viaje
a Kiribati; Ediciones Martínex Roca, S.A.; Gran Vía, 774,
7º; 08013 Barcelona; ISBN: 84-270-0684-5
presentado por Michael
Palomino (2011)
[1.6. El círculo sagrado en el norte de Tarawa]
Mapa de la isla (atolón con muchas islas) de Tarawa (Tarowa)
[1]
Un secreto que sigue siendo
secreto
Anochecía cuando llegamos a Tarawa. En el "aeropuerto" nos
esperaba el padre Hegglin, un compatriota suizo, con la
doctora Rosina Hässig, funcionaria de la Organización Mundial
de la Salud que trabaja en el hospital de Tarawa. El té que
tomamos con la doctora Hässig, recuerdo de la época colonial
británica, humedeció agradablemente nuestras gargantas resecas
y reavivó nuestros ánimos. Como es natural, no aguardé mucho
para preguntarle a mi paisana si conocía el legendario círculo
máximo que según de decía estaba en Tarawa Norte.
-- "Es la primera vez que
oigo hablar de ello" - replicó ella.
Después de meditarlo unos instantes, agregó:
-- "Como no lo sepa nuestro
médico jefe... Es nativo y se crió en Tarawa Norte, luego
estudió en los Estados Unidos y más tarde regresó a su
país."
Sin rodeos [sin muchas palabras] ni formulismos, según se
acostumbraba allí, nos llevó al hospital para presentarnos al
médico jefe. Para no abusar de su tiempo, le planteé sin
demora la cuestión.
Él nos consideró con un aire entre benévolo y desdeñoso que
suele ser propio de los médicos jefes, y diagnosticó el caso:
-- "¿Para qué quiere usted
visitar ese círculo?"
-- "¿Debo deducir de su pregunta que tal círculo existe?"
-- "En efecto, el
círculo existe. Pero es tabú desde hace un número
desconocido de generaciones, y mis compatriotas
están convencidos de que es mortal para todo ser vivo que
entre en él. No vaya a formarse una idea equivocada... No es
un circo ciclópeo de gran tamaño. Es relativamente pequeño,
y su centro está enmarcado por un rectángulo de guijarros
[grava]. Si me permite un consejo... ¡que no entre nadie en
ese rectángulo!"
Aquello ya era más que un diagnóstico; era un consejo
terapéutico, venido de un médico experto, hábil en el manejo
del escalpelo.
-- "¿Es usted supersticioso?"
- me sonreí.
[Reportes dicen: el círculo
provoca muertos - y animales pasando el círculo morían -
puede ser que hay radiactividad]
El médico soltó una carcajada [risa grande]. Dijo que no creía
en maleficios ni en espíritus, pues al cabo [al fin] se
encontraba una explicación científica para todo. Pero,
mientras no constase dicha explicación, valía más no echar en
saco roto la experiencia tradicional, recogida por sus
paisanos a lo largo de muchos años de observación de las cosas
que (p.66)
ocurrían dentro del círculo mágico. Se había visto que los
animales que lo cruzaban morían luego de una enfermedad
desconocida. "¿Sería cosa de radiactividad?", propuse
yo. Descartado totalmente según mi interlocutor, dado que la
radiactividad artificial no fue descubierta hasta 1903 por
Marie Curie; en cambio los misteriosos fenómenos venían siendo
observados desde épocas muy remotas. El médico jefe no quiso
aventurar ninguna explicación, pero al menos había confirmado
la existencia del círculo mágico anunciado por el reverendo
Scarborough.
Seguíamos residiendo en el hotel Otintai, aunque sin servicio
todavía. Se nos toleraba pese a la huelga, lo cual nos
resultaba muy cómodo, pues podíamos encaminarnos a todas
partes con más libertad que si hubiéramos aceptado la
reiterada [repetida] invitación a establecernos en casa de los
padres de Teeta.
[Viaje de 1 1/2 horas en
barco - la islita - sacrificio de tabaco al espíritu de las
aguas para un buen retorno]
Nuestro ángel negro nos recogió a las siete de la mañana. Con
huelga y todo, había conseguido una lancha [barco] y tres
latas de gasolina, lo cual nos permitía ir a Tarawa Norte.
Después de una hora
y media de navegación a través de la laguna,
alcanzamos una
islita que apenas tendría la superficie de un campo de
fútbol.
Laguna del atolón de Tarawa con una casa en zancos
[2] |
Isla pequeña del atolón de Tarawa, no más grande que
un campo de fútbol [3]
|
Teeta me pidió cinco tiras de tabaco y cerillas [fósforos],
artículos que llevaba yo siempre conmigo, por lo que había
llegado a desagradarme [molestarme] mi propio olor. Al
principio creí que serviría para ahuyentar [expulsar] a los
mosquitos, pero a éstos parecía gustarles el aroma de aquel
incienso pagano. Teeta tomó los utensilios con la mano derecha
y los arrojó al agua lanzándolos por encima de su hombro
izquierdo.
-- "¿Por qué haces eso?" - le
pregunté.
Era el lugar donde había que ofrecer un sacrificio al espíritu
de las aguas, a fin de asegurarse el retorno. La fe
cristiana del hijo del párroco [pastor] no tenía raíces muy
sólidas, por lo visto. Como todos, cuando el párroco no miraba
prefería entenderse con los espíritus, por si las moscas. El
tributo al espíritu de las aguas se pagaba hacia la mitad de
la travesía.
[La playa en el norte del
atolón de Tarawa]
Por la playa de Tarawa Norte pululaban [fueron muchos]
millares de cangrejos. Nos lo habían anunciado. Cuando Teeta
nos explicó que tendría que consultar el camino a los
naturales de la isla, lo consideramos como una acción de
diplomacia interinsular. Nos dispusimos a esperarle. Le
aguardamos [esperamos] durante tres horas largas bajo los
rayos del sol. A no ser por la insistente advertencia del
reverendo Scarborough (p.67): "Never bathe in the sea!" [jamás
bañarse en el mar], sin duda nos habríamos sumergido [lanzado]
muy a gusto en aquellas aguas claras. Algunos isleños, riendo
cordialmente, salieron a nuestro encuentro y nos ofrecieron
leche de coco para que nos refrescáramos.
[El círculo sagrado del norte
de Tarawa en Kiribati]
Otra vez fue un pequeño camión Toyota el vehículo que trajo
Teeta. Y otra vez se presentó acompañado de un anciano para
que nos indicara el camino hasta el círculo mágico. Era un
claro en medio de la espesura tropical; en medio del mismo se
veía un rectángulo de piedras. En una esquina de éste, por la
parte de fuera, habían puesto una gran concha boca arriba.
Pero a Dios gracias no era ninguna sepultura. Eso fue lo
primero que pensamos, y luego reinó un silencio expectante.
El círculo sagrado en el norte del atolón de Tarawa en
Kiribati (p.49)
El círculo sagrado en el norte del atolón de Tarawa en
Kiribati en color (p.160-161)
Los tres cambiamos miradas extrañamente dubitativas. Tanto nos
habían hablado del peligroso maleficio, que estábamos
sugestionados. Teníamos algo de miedo; pero luego nos pareció
que debíamos mantener el tipo bajo las miradas tan
atemorizadas como llenas de curiosidad de los nativos. Los
ojos bonachones de Teeta estaban fijos en nosotros y parecían
rogarnos en silencia:
<¡No lo hagáis, amigos
míos! No tentéis a los espíritus!>
Nos hicimos cargo de la situación.
[Los datos del círculo: 14
metros de diámetro - un cuadrilátero de 5,10 metros de lado
- en el círculo no crece nada - palmeras alrededor no crecen
bien]
Lo que teníamos ante nosotros era un círculo de catorce metros
de diámetro, en cuyo centro habían marcado con pequeñas losas
alargadas un cuadrilátero de unos 5,10 metros de lado. Y ese
cuadrilátero era la única cosa notable: dentro del mismo no
crecía ni una plantita, ni una brizna de hierba... rodeados
como estábamos de una vegetación lujuriante. Cierto que el
cuadrilátero estaba sembrado de piedrecitas, pero lo bastante
separadas las unas de las otras como para permitir que
creciese algún verdor. En la atmósfera de invernadero que
reina en los trópicos, lo que un día se ara aparece al día
siguiente ya cubierto de vegetación. También era verdad que
las palmeras no crecían por encima del círculo, aunque esto
podía ser debido a la casualidad.
[El contador géiger no indica
ninguna radiactividad en el círculo sagrado]
Aunque el médico nos había advertido de que no esperásemos ver
nada gigantesco, sufrimos cierta decepción. Por hacer algo,
sacamos nuestro pequeño contador géiger y lo apuntamos hacia
las diagonales del cuadrado. El instrumento ni se movió.
Cuando Willi quiso entrar en el cuadrilátero, Teeta le retuvo
enérgicamente con su puño de hierro. Cosa notable, allí no nos
había pedido del maloliente tabaco para apaciguar a los
espíritus. Los ojos de los isleños parecían (p.68)
prendidos de nosotros como los de los espectadores de la gran
final en el Centre Court [estadio de tenis] de Wimbledon
cuando siguen la bola que va y viene.
Recorrimos varias veces la zona limítrofe del círculo mágico,
pero no vimos nada interesante sino la selva con su vegetación
agobiadora. Ya era curioso que hiciese alto abruptamente al
llegar al círculo. ¿Y si existiera un clan familiar dedicado a
escardar la zona, por tradición o para engañar a los demás?
Sin embargo, ¿iba a cargarse de trabajo una familia sólo por
prolongar una burla? en aquellas latitudes, en razón del
clima, uno sólo se movía y trabajaba lo estrictamente
necesario para vivir.
[Leyendas del círculo: el
Buda indica que gente perderá la vida entrando en el cuadro
del círculo violando la existencia del espíritu]
Me acerqué al anciano y le pregunté si sabía de algún
sacerdote o erutido del lugar que pudiera contarnos cosas
sobre el pasado de la isla.
-- "Eng, eng!" - asintió el
viejo,
y nos condujo hasta una cabaña frente a la cual estaba
entronizado un tipo gordo como un Buda. Tal como me habían
recomendado, saqué tabaco y cerillas de la viscosa reserva. El
Buda encendió la ofrenda y nosotros nos sentamos en
semicírculo a su alrededor, imitando lo que veíamos hacer a
los demás. En un inglés tan gutural que hacía daño a los
oídos, el Buda nos explicó que el círculo que acabábamos de
ver estaba gobernado por el más antiguo y poderoso de los
espíritus, que por serlo no toleraba vida alguna en su
proximidad y hería incluso a los pájaros que sobrevolaban el
lugar. Según dijo, había en la isla otros lugares semejantes,
pero aquél era el del más fuerte de los "powerful spirits",
espíritus poderosos. Quien desoyese las advertencias y se
atreviese a entrar en el cuadro para desafiar su poder,
pagaría con la vida antes de poco.
-- "¿Cómo han sido esos
casos? - quise saber.
El Buda replicó astutamente:
-- "No lo sabemos. Nadie lo
sabe. El espíritu mata con su poder."
Desde hace años vengo visitando lugares sagrados de todas las
religiones, lugares donde ocurren milagros. Porque los
milagros existen, sea en Lourdes, en Fátima, en el monasterio
de San Giovanni Rotonda, en Guadalupe, en Iborra, sobre toda
la redondez de la Tierra. Las curaciones milagrosas,
certificadas por médicos, deben tener una causa. La opinión
más generalizada es que son consecuencia (p.69)
de la fe, de la encendida voluntad de curación. Es una fe
positiva ésa que obra milagros, y sólo los incrédulos la
desprecian calificándola de superstición. Me pregunté si un
mecanismo psicológico similar no podría llegar a obtener
efectos negativos: persuadidos de la eficacia mortalmente
peligrosa de los recintos mágicos, cercanos aún a la creencia
en espíritus y dioses, los imprudentes que pisaran la zona
tabú sufrirían muerte o enfermedad. Tal vez esto explica los
hechos relatados por los isleños desde las épocas más
primitivas, y en los que creen todavía hoy.
Yo comparto la opinión del médico, en el sentido de que, al
cabo, siempre se encuentra una explicación lógica y científica
para todo. Pero dudo de que ésta deba coincidir con los
postulados académicos obligados. La investigación que todo lo
quiere medir, contar y pesar excluye categóricamente lo
inconmensurable, lo que no se puede calibrar. Sin embargo, hay
fuerzas de las que no da cuenta el instrumental técnico, por
refinado que sea.
Los primitivos antepasados de los kiribati dejaron dicho - y
sus descendientes vivos seguían creyéndolo - que no se podía
entrar en la zona mágica del cuadrilátero sin ser castigado
con la muerte. Yo no pude ver nada extraordinario, pero no
seré tan arrogante que afirme que los isleños eran víctimas
ingenuas de su creencia en espíritus. Mientras lo
extraordinario no pueda ser medido, pesado y contado, merecerá
la consideración de prodigio o la de superchería. Hasta que
llegue la hora de una explicación convincente, pues, anotemos
bajo el concepto de prodigio los círculos reservados de
Arorae... estableciendo por nuestra parte la reserva escéptica
que Michael Faraday (1791-1867) definía con estas palabras:
<Nada es demasiado
maravilloso para ser cierto.>
[Regresamos - mitos y
realidades de la pesca en Kiribati]
Teeta hizo lo que yo, como extranjero, no me habría atrevido a
hacer. Interrumpió la verborrea del Buda y nos instó a
emprender el regreso. Teeta quería cruzar la laguna antes de
que anocheciera, al objeto de evitar los afilados arrecifes de
coral, que han rajado más de una barca como cuchillos. Además,
a la hora del anochecer es cuando tiburones y calamares
gigantes reclaman su pitanza.
La puesta del sol en la laguna de Tarawa [4]
Seguimos de buen grado a nuestro ángel negro, pues no teníamos
interés por presenciar una lucha entre el calamar y el
indígena. El hombre convertido en señuelo vivo nada hacia los
tentáculos, y cuando éstos se cierran para rodear a la
víctima, un compañero (p.70)
de aquél salta al agua y mata al calamar de un mordisco entre
los ojos.
(nota 1: A Pattern of Islands;
Londres 1970)
Nosotros no vimos ninguna de esas espeluznantes peleas, pero
dicen que aún hoy son un deporte favorito en las Kiribati
meridionales. Gracias a Dios, tampoco asistimos a la captura
del tiburón por nadadores sumergidos que, después de atraer a
la fiera [bestia] con cebos [comida] de carne, le abren el
vientre con sus afilados cuchillos. Para los isleños, los
genitales del tiburón son un preciado estimulante de la
virilidad: "okasa" marina. Invariablemente, el procedimiento
para dar muerte a los pescados pequeños, lo que quiere decir
largos y gruesos como el brazo, consistía en introducirse
rápidamente la cabeza del pez en la boca y arrancársela de un
mordisco.
(nota 10: Bild der Volker
[imagen de los pueblos], tomo I: Die Bewohner der Gilbert-
und Ellice-Inseln [los habitantes de las islas Gilbert y
Ellice]; ed. Dr. John Clammer; Wiesbaden, sin fecha).
Cuando un isleño cecea, dicen que el pescado fue más rápido en
morder que el animoso pescador.
Siguiendo el ritmo de las mareas, el reflujo alejó nuestra
barca de la orilla y la llevó más de un kilómetro mar adentro.
Diez isleños se metieron en el agua para ayudarnos a arribar.
El sol desaparecía en el horizonte como una bola púrpura de
fuego. Auxiliados por los nativos, empujamos la embarcación
hasta sacarla del agua. Alrededor de nuestros tobillos y
pantorrillas pululaban los cangrejos, sensación desagradable a
más no poder. Veíamos en medio de la oscuridad las luces de
Bairiki, reflejadas en aguas del puerto de Tarawa Sur.
Llameaban hogueras en las playas, y en las cabañas lanzaban su
mortecina luz las lámparas de aceite hechas con cáscaras de
coco. Los amantes se buscaban por entre los palmares. Un
cántico irreal flotaba sobre aquel paraíso insular. Anochecía
en Kiribati (p.71).