Erich von Däniken:
Viaje a Kiribati - extraterrestres
6. El crepúsculo de
los dioses
[6.1. Perú: La franja de
agujeros en la región de Pisco]
de: Erich von Däniken: Viaje
a Kiribati: 6. El crepúsculo de los dioses; Ediciones
Martínex Roca, S.A.; Gran Vía, 774, 7º; 08013 Barcelona;
ISBN: 84-270-0684-5
presentado por Michael
Palomino (2011)
[6.1. Perú: La franja de agujeros en la región de
Pisco]
No permitan que las doctrinas oficiales aletarguen sus
cerebros.
ALEXANDER FLEMING (1881-1955) a sus alumnos.
Todo empezó con dos fotografías antiguas en
Chicago. - La ayuda del coronel del arma aérea Chioino. -
Rodeo por Guatemala. - Diluvio durante la ruta a El Baúl. -
Ante el "Monumento número 27". - Ideas de otra parte: Monte
Alban, México. - Copán, Honduras. - ¡El astronauta! - Error
en Lima, Perú. - Estación de tránsito La Paz. - Término
Puma-Punku. - Construcciones prehistóricas. - La larga noche
de los dioses. - Discordias alrededor de Sacsayhuamán. -
Tras de Humay, en el valle de Pisco. - Cráneos deformados en
el museo de Ica. - Tras la pista del misterio impenetrable
de los Andes (p.226).
Bibliografía general:
-- Möller, Gerd + Elfriede: Goldstadt-Reiseführer PERU;
Pforzheim 1976
-- Das Beste: Tiahuanaco oder die Schweigenden Steine
[Tiahuanaco o las piedras mudas]; En: Die letzten
Geheimnisse unserer Welt [los últimos secretos de nuestro
mundo]
-- Helfritz, Hans: Südamerika: Präkolumbianische
Hochkulturen [culturas altas precolombianas]; Colonia, sin
fecha
-- Kennedy-Skipton, R.: Bild der Völker [imagen de los
pueblos], tomo V: Südamerika [América del Sur]; Wiesbaden,
sin fecha
-- Kubler, George: The Art and Architecture of ancient
America [arte y arquitectura del América antiguo];
Harmondsworth 1962 (p.303)
[Preparaciones del viaje]
Es una situación terrible. Durante mis viajes me abordan
muchas personas amables y deseosas de ayudar que, como ocurrió
en (p.226)
este caso, me proporcionan indicaciones valiosas, y con
frecuencia me entregan además sus tarjetas. Al regreso, cuando
me pongo a clasificar el botín del viaje, a menudo he de
constatar que he perdido cosas. Lo cual me es penoso, pues me
tengo por una persona metódica y me gusta contestar aunque sea
con un par de líneas de agradecimiento.
Esta vez espero que aquel caballero de unos cincuenta años,
vistiendo traje de gabardina color azul marino, que me
interpeló en Chicago, leerá estas líneas y se enterará de mi
gratitud, y además de que me puso sobre una pista importante.
Dicho señor se dirigió a mí en el salón del hotel donde se
celebraba en 1978 el quinto congreso internacional de la
Ancient Astronaut Society, y me entregó dos fotografías aéreas
tomadas de un número de los años treinta de la "National
Geographic Magazine" [revista geográfica nacional], revista
mensual que desde 1888 viene publicando las investigaciones de
la "National Geographic Society" [sociedad geográfica
nacional] de Washington, D.C.
La pista de agujeros (pista de huecos, franja de agujeros)
en la región de Pisco, vista aérea 02 (p.229)
Däniken indica:
<Esta fotografía fue publicada por la prestigiosa
"National Geographic Magazine" durante el decenio de los
años treinta.> (p.228)
En primer lugar vi un panorama, tomado con gran angular, de un
paisaje accidentado, quebrado y de extraordinario aspecto
primitivo. Sin duda se trataba de las estribaciones de una
cadena montañosa, pues el terreno presentaba surcos llenos de
cantos rodados, como los que dejan los arroyos de montaña;
además correspondía a la zona cálida de nuestro planeta, como
se desprendía de la ausencia de vegetación: ni árboles, ni
arbustos, ni matas [arbustos]. La fotografía me recordó
inmediatamente las regiones pre-andinas de la cordillera
sudamericana, que recorre la parte occidental de ese
continente hasta la Tierra del Fuego.
-- "¿La conoce usted?" - dijo mi interlocutor, que me
observaba atentamente.
-- "Es la primera vez que la veo" - contesté.
-- "¿Qué le parece esa huella?" - señaló con el índice una
franja oscura que cruzaba cumbres y hondonadas.
Naturalmente, había reparado en aquella franja de sombra
rayada que recorría la enorme extensión reproducida en la
fotografía, claramente distinguible de las laderas naturales.
Mi interlocutor de Chicago me reservaba una sorpresa. Puso una
segunda fotografía en mis manos: una ampliación parcial; la
misma huella, esta vez descompuesta en cientos de pequeños
agujeros, como los que dejaría en una masa de harina la tabla
de hacer fideos (p.227).
Tomando como referencia el ancho que normalmente suelen tener
los arroyos, calculé en unos quince metros la anchura de la
desconcertante huella. Aquellas fotografías aéreas empezaban a
electrizarme.
La pista de agujeros (pista de huecos, franja de agujeros)
en la región de Pisco, vista aérea 03 (p.231)
Däniken indica:
<En ninguno de mis manuales sobre el Perú he podido
encontrar esta notable franja compuesta de infinidad de
agujeros, semejantes a los que presentan las modernas fichas
perforadas [años 1970s]. ¿Qué es eso? ¿Quién lo hizo?>
(p.230)
-- "¿Qué es esto?" - le pregunté a mi informante, al tiempo
que observaba su impecable aspecto.
Mi interlocutor se excusó por no poder decírmelo con
exactitud. Se trataba de una serie de artículos sobre el Perú,
pero los pies de las fotografías no especificaban el lugar
exacto. Luego dejó las fotos en mi poder y después de
despedirse con un "God bless you" [cuídense] desapareció en la
turbamulta de huéspedes que hacen del salón de cualquier hotel
norteamericano lo más parecido a una estación de ferrocarril.
De vuelta en mi estudio, revolví como unos cien libros sobre
el Perú, pues al principio tenía la certeza de encontrar
aquellas sensacionales fotografías en alguno de ellos. Pero
esas vistas no aparecieron. Lo que sí traían eran cientos de
tomas, en todas las perspectivas y distancias imaginables, de
la famosa muralla de los inca que va desde la zona costera, en
Paramonga, a la cordillera peruana. Son sesenta kilómetros,
flanqueados a derecha e izquierda por catorce fortificaciones.
Pero la muralla de los inca no tenía ningún parecido con la
franja de las dos fotografías aéreas, salvo que ambas cruzaban
montes y valles como una especie de gigantescos reptiles
antediluvianos.
Lo que yo buscaba no era la muralla incaica. Pero ¿qué podía
ser aquella franja oscura? ¿Serían hileras de antiguos
sepulcros? ¿O sería un capricho de la naturaleza lo que había
plegado el suelo con arreglo a un patrón insólito y original?
¿Sería un sistema refinado de fortificación, una especie de
campo minado de agujeros a modo de trampas? ¿O el residuo de
unas antiguas plantaciones? Las preguntas no me dejaban en
paz. Era preciso que fuese a verlo. Pero, ¿adónde?
El Perú no deja de ser un país bastante grande, con sus
1.285.216 kilómetros cuadrados, y más si se trataba de buscar
un accidente (p.228)
relativamente menor en un terreno inhóspito. Desde mi retiro
suizo, empecé a cursar cartas a todos mis amigos peruanos.
Cada carta incluía las dos fotografías y el suplicatorio
siguiente: ¡Decidme dónde es! Durante muchas semanas, los
resultados de la encuesta fueron deprimentes. Ya no me atrevía
a abrir las cartas. ya estaba a punto de abandonar cuando mi
secretario me dejó una carta con buenas noticias, felizmente
abierta, sobre el escritorio.
Mi corresponsal era el coronel del arma aérea Omar Chioino
Carranza. Yo sabía que este amigo, además de excelente piloto,
gozaba de prestigio como aficionado a la arqueología. Desde
hace algunos años, y por encargo del ministerio del Aire, se
ocupa de organizar un museo aeronáutico en la capital, Lima.
El coronel Chioino hizo circular mis fotos entre sus
compañeros así como entre los arqueólogos peruanos. Como
resultado de ello, me comunicaba que un amigo arqueólogo
conocía la situación de la franja de agujeros. Se hallaba en
las estribaciones de los Andes, al norte del Perú, y al
nordeste de la ciudad de Trujillo, que es un centro de
yacimientos de las antiguas culturas indias. Me invitaba a
visitarle, comprometiéndose a organizar la expedición al
lugar. Bastaba con que le indicase el día de mi llegada a
Lima. Propuse el 15 de agosto de 1908 para el comienzo de la
expedición.
Ya que andaba "por allá", me propuse pasar antes por
Centroamérica para visitar el guatemalteco lugar de El Baúl,
que me había sido señalado por mi amigo el doctor Gene
Phillips. Allí hay interesantísimas estatuas de los dioses, a
las que no se suele prestar mucha atención. Con el "jet" no
hay más que un salto de Guatemala capital a Lima.
Todo esto, perfectamente previsto desde la mesa de mi
escritorio con los horarios de vuelos en la mano, me reservaba
cosas que andaba yo muy lejos de sospechar mientras planeaba
la búsqueda de la franja oscura en el Perú (p.230).
Alcanza la meta
[La preparación de la
excursión con el coronel Chioino y el arquitecto Carlos
Milla]
(nota 12: Ubbelohde-Döring,
Heinrich: Kulturen Alt-Perus [Culturas del Perú antiguo];
Tubinga 1966)
La entrevista con el coronel Chioino y el arquitecto Carlos
Milla, en Lima, el 22 de agosto tal como habíamos convenido,
empezó con un regateo desagradable. Milla era un hombre
educado, que sólo hablaba cuando se le preguntaba; sus manos
fuertes revelaban al hombre capaz de quitarse la chaqueta y
empuñar él mismo una herramienta si fuese necesario.
-- <Usted ya sabe lo que busco> - abordé el tema sin
rodeos -. <Le ruego me señale en el mapa el lugar donde
puedo encontrar esa "cinta perforada".>
Carlos Milla hizo una mueca, visiblemente contrariado por mi
estilo directo.
-- "Sí, señor, en efecto. Sé dónde está y podría marcarlo en
un mapa catastral peruano con un error de menos de un
metro..."
El arquitecto cerró los ojos, los abrió y lanzó una mirada al
coronel, como en demanda de ayuda. Éste tamborileaba con los
dedos sobre el mármol del velador, en señal de nerviosismo.
Con un ademán de "gentleman" [caballero] sorprendido en una
situación embarazosa, me dijo en inglés:
-- "I believe he wants money!" [creo él quiere plata]
No por eso iba a fracasar la expedición. Estoy acostumbrado a
dar dinero a cambio de informaciones. Con la mayor discreción
posible - aunque siempre me es violento - le pasé un billete
verde de cincuenta dólares, que dejé junto al vaso de
pisco-sour del arquitecto.
-- "¿Dónde es, por favor?"
Carlos Milla ignoró el billete, pues iba a por más. Dijo que
aquella información le había costado sus gastos; además estaba
dispuesto a acompañarnos, lo que le obligaría a descuidar su
trabajo.
-- "¿En cuánto lo estima?"
-- "En seiscientos dólares por tres días, más doscientos
veinticinco dólares por el Landrover que pongo a su
disposición" - dijo el arquitecto, nada tímido en materia de
números.
No me gusta que me tomen el pelo; además intuía que aquel tipo
tan negociante empezaría a exigir compensaciones
extraordinarias durante el viaje. Con la seguridad de que
existía la franja de agujeros (p.282)
en caso necesario sabría encontrarla aun sin la ayuda de
Carlos Milla, y aposté a esa posibilidad.
-- "¡No hace falta que nos acompañe! Le pago doscientos
dólares."
En espera de una reacción, me puse a guardar tranquilamente mi
documentación en la cartera. Que se diese cuenta de que era mi
última oferta. El coronel Chioino habló con su compatriota en
rápidas frases que parecían no tener puntos ni comas. El
regateo le contrariaba tanto como a mí. Carlos Milla volvió a
cerrar los párpados - excelente truco para que el contrario no
pueda adivinar lo que está uno pensando -, y no los abrió
hasta que se hubo convencido de que más valían doscientos
dólares en mano que nada. Como si le hiciera daño hablar,
explicó:
[La 'cinta perforada' en el
valle de Pisco cerca del pueblo de Humay]
-- "La que usted llama 'cinta perforada' recorre mucho más
trecho por montes y valles de lo que puede apreciarse en las
antiguas fotografías de la 'National Geographic Magazine'
[revista geográfica nacional]. El punto más interesante para
usted está dos kilómetros más allá del pueblo de Humay, en el
valle de Pisco. Vaya hasta la hacienda Montesierpe; detrás de
la hacienda hay una franja de trescientos metros de tierras de
cultivo, y seguidamente, sobre unas colinas desprovistas de
vegetación que hay detrás, verá su 'cinta perforada'."
Si era cierta, era una buena información. En el mapa de
carreteras el valle de Pisco aparece perpendicular a la
Panamericana, una de las carreteras más notables del mundo.
Pagué los doscientos dólares y le prometí a Carlos Milla
futuros negocios, en caso de que me interesaran otros lugares
misteriosos del Perú. Aquí las señas del excelente conocedor
de la geografía de su país, por si interesan a alguien:
Arquitecto Carlos Milla, Avenida Salaverry 674, Lima.
Inmediatamente después de la entrevista, telefoneé a mi
conocido el doctor Javier Cabrera, de Ica, ciudad que dista
sólo setenta kilómetros de Pisco. Tal vez conocía la hacienda
Montesierpe, y a lo mejor tenía ganas de acompañarme. Cabrera,
antropólogo heterodoxo, se ofreció espontáneamente a ello.
Quedamos para el día siguiente a las cinco de la tarde, en el
museo de Ica.
[Viaje de Lima a Pisco]
El viaje hasta el lugar, en un Datsun de alquiler, nos llevó
cuatro horas largas. En las afueras de Lima y hasta cuarenta
kilómetros, la Panamericana es una verdadera autopista; luego
se va estrechando hasta no quedar más que una cinta a lo largo
de la costa, y en su mayor parte a través del desierto [en los
años 1980s]. Aunque la franja costera (p.283)
hasta Pisco, a orillas del océano Pacífico, corresponde a una
zona geográfica de abundante vegetación, como a´si es en otros
lugares, en éste no hay tal: las aguas frías de la corriente
de Humboldt moderan de tal modo la tórrida atmósfera, que
durante los crepúsculos matutino y vespertino se forma niebla.
Ahora bien, ésta se seca en las capas superiores de la
atmósfera, más calientes que las bajas, por lo que apenas
llueve. Por ello, largos trechos del fantástico recorrido
presentan un aspecto desolador: dunas, pedregales, matorrales
espinosos y resecos que ruedan por el desierto y que son
utilizados por los nativos para componer letras sobre las
laderas, a modo de enormes carteles publicitarios. Luego el
paisaje cambia bruscamente: valles fértiles con campos de
algodón, y plantaciones de frutales y caña de azúcar a ambos
lados de la carretera. Allí acuden los indios para vender
fruta, verduras y, como es natural, pisco, el aguardiente
predilecto, y vino en panzudas botellas. Apenas se ha
acostumbrado uno al amable aspecto de estos oasis, cuando se
corta la película del paisaje y se retorna a la deprimente
monotonía del desierto; es un panorama caleidoscópico hecho de
mar, de niebla, de cielos color cobalto, de desiertos
inhabitables y de franjas de tierra próspera.
Pasan a gran velocidad los autocares de turistas en dirección
a Nazca, incubando los tremendos resfriados que acarrea el
aire acondicionado, a cuya corriente fría no pueden escapar.
Menos daño les haría sudar un poco, pero ese maldito confort
parece indispensable (p.284).
La larga marcha sobre la
cinta perforada
[En Pisco huele feo de harina
de pescado]
El profesor Cabrera puso fin a mis meditaciones con un largo
discurso de bienvenida, muy dentro de las tradiciones del
temperamento meridional. Nos tomamos un pisco-sour, y le
mostré las fotografías, pruebas documentales de la franja que
recorría las tierras de su país. No las conocía, y sus dudas
aumentaron al punto cuando le aseguré que no distaba más de
cien kilómetros de Ica, cruzando el paisaje.
-- "¿En el valle de Pisco? Me lo conozco al dedillo porque lo
he cruzado varias veces en avión. Yo conozco la hacienda
Montesierpe. Nunca he visto esa franja tan notable" - contestó
Cabrera.
Su escepticismo seguía vivo la mañana siguiente, mientras
íbamos por la Panamericana hacia Pisco. Cada vez que paso por
esa ciudad se me revuelve el estómago. no hay otra que huela
tan mal. En el puerto amarra una considerable flota pesquera.
Y las fábrica que hay al lado no producen aceite de rosas,
sino apestosa harina de pescado. El "perfume" de Pisco, una
nube de aceite de pescado que llega hasta la carretera de la
costa, me recuerda los días de la infancia, cuando mi madre me
administraba el aceite de hígado de bacalao con el cucharón.
Por las vitaminas que los niños necesitan para crecer. Los de
hoy tienen más suerte, que chupan las vitaminas en sabrosas
pastillas [eso fue la vista de los años 1970s]. A los pollos,
en cambio, les ceban con enormes cantidades de harina de
pescado, de donde resulta que tanto los huevos como la carne
de pollo tienen un sabor horrible. Si en otros lugares de
nuestro civilizado mundo, el pensar en los pollos criados al
modo de los campos de concentración me hace desistir de
consumir su carne, antes tan preciada, aquí el sabor a pescado
consigue el mismo efecto.
[Hasta hoy en el año 2011 NADA cambió con la fea industria
pesquera entre Pisco y Parácas y sigue oliendo feo bloqueando
casi cada turismo en Pisco].
[En el valle Pisco - Humay -
la pobreza de la gente]
El día era radiante e izaba banderitas azules de esperanza
sobre nuestros propósitos. Cuatro kilómetros al norte de
Pisco, una carretera (p.287)
de grave conduce al valle de Pisco [en los años 1970s], en
dirección a Humay, para trepar luego a los Andes, hacia
Castrovirreyna y Huancavelica.
La pista natural en el valle Pisco (p.289)
Däniken indica:
<Al norte de Pisco, un camino de grava lleva al valle de
Pisco para trepar luego hacia las alturas de los Andes.>
(p.289)
Cuando las canalizaciones llevan el agua a los campos, crecen
allí frutales y verduras. Son irritantes las continuas y
bruscas transiciones entre el desierto y el cultivo y
viceversa. La carretera, estrecha y llena de curvas, está
flanqueada por colinas de roca y arenisca.
A los treinta y un kilómetros pasamos por la pequeña ciudad de
Humay, y en cinco minutos más llegamos a la hacienda de
Montesierpe. Entramos en el patio, que ha visto tiempos
mejores: la antigua casa señorial aparece ahora flanqueada por
barrancos; la capilla tiene el tejado hundido, las cabezas de
sus imágenes caídas en el barro. En las paredes de la casa y
de la capilla se desconcha la pintura de los cuadros. Desde la
primera reforma agraria, bajo el gobierno militar entonces
socialista, cuando echaron a los amos, todo aquello ha entrado
en decadencia, incluyendo lo que merecía ser conservado. Se
repara únicamente lo imprescindible. A los indios
[indígenas] les ha ido tal mal como a la revolución misma. Se
derribó a un gobierno injusto, asumió el poder otro de igual
calidad, y el humilde, a padecer como siempre.
Niños morenos de grandes ojos negros se arremolinaron a
nuestro alrededor, enfundados en vestidos y pantalones
demasiado grandes o demasiado pequeños, harapientos,
lamentablemente sucios. Aquí la revolución también prometió
nuevos paraísos. Nada ha cambiado, sino el poder que cambió de
manos.
Seguí al profesor Cabrera, que entraba en la casa. Presentó
mis fotos a una matrona rechoncha que hilaba lana de oveja en
la rueca. A su lado se alzaba una pirámide de naranjas, y
sobre ella colgaban viejas camisas de colores llenas de
agujeros.
[Buscando la franja de
agujeros con tractor (en inglés la franja se llama "band of
holes")]
Cabrera y la matrona empezaron a lanzarse ráfagas de palabras
en español, que mis limitados conocimientos de tal idioma no
me permitieron entender. Finalizado el diálogo, el profesor se
acercó a mí para comunicarme que la matrona nunca había visto
nada semejante a lo que buscábamos. Lo que hizo que me
acordase del arquitecto Carlos Milla, que había asegurado que
el objetivo buscado estaba sólo a trescientos metros de
aquella hacienda. ¡Sin duda la matrona debía saberlo, ella que
no había salido en toda su vida de aquel lugar!
un ruinoso tractor empezó a alborotar en el patio. Sin pérdida
de (p.288)
tiempo, Cabrera se dirigió a sus dos ocupantes y les solicitó
información. Aguardé a lo lejos, observando los rostros para
tratar de adivinar lo que decían y pensaban. Por fin, tras
mucho discutir, uno de los dos tractoristas dio a entender que
sabía de qué le hablaban. Con un gesto de infinito cansancio,
señaló una de las montañas que se alzaban detrás de la
hacienda. Sin esperar noticias de Cabrera, me eché las cámaras
fotográficas a los hombros.
Detrás de la hacienda, la franja de tierra cultivada era sólo
de unos doscientos cincuenta metros. En seguida enfilamos un
sendero que escalaba la primera colina, hicimos alto y oteamos
el panorama. De la franja de agujeros, ni sombra. Continuamos,
jadeantes. El sol nos castiga las espaldas y el bochorno
domina el ambiente.
Hacemos alto para sentarnos a descansar. La luz es
violentísima (p.289),
con el sol cayendo casi a plomo sobre nosotros, sin que se
divise ni una sola sombra protectora. Últimamente tengo
problemas con la vista; me duelen los ojos a menudo y no
soportan la luz. A veces me figuro que eso me ha quedado de
aquellas horas de mediodía, mientras me esforzaba en
distinguir algún contorno bajo aquel resplandor, algún
detalle, algún pequeño accidente del terreno. En aquellos
momentos me dolían los ojos como ahora que estoy sentado de
tras de mi escritorio, y escribo bajo la intensa luz de mi
lámpara. A ratos, las líneas se me borran y confunden, como
los contornos y laderas de aquel desierto y aquellas colinas.
¿Me engañaban mis ojos? A través del temblor de la atmósfera
caldeada, creí distinguir franjas oscuras al otro lado de la
vaguada, como una especie de serpiente que se ciñera a las
colinas. Sin decir nada, tomé el teleobjetivo para controlar
mi observación. La máquina confirmó lo que había entrevisto:
desde algún lugar perdido entre las neblinas de la lejanía, la
serpiente se acercaba a través de cimas y valles, terminando
hacia las tierras cultivadas del valle de Pisco. En mi
imaginación, yo trataba de prolongar el recorrido de aquella
formación. Sus alineaciones debían pasar muy cerca de donde
estábamos. Tendí el teleobjetivo a Cabrera, al tiempo que le
indicaba el punto por donde debía empezar a mirar. él vio lo
mismo que yo; no había sido un espejismo.
Emprendimos de nuevo la ascensión para dominar mejor el
panorama. Jadeábamos. Subíamos hacia una loma; a derecha e
izquierda todo eran pedregales resecos, vaharadas de aire
caliente que nublaban la visión. Y esos pedregales no nos
permitían quitar la atención del suelo. Tropezábamos. Y uno de
esos tropezones por poco me hace caer dentro del primer
agujero de la franja oscura... en seguida comprendí: ¡Aquí es!
El escéptico Cabrera se rascaba su nuca sudorosa mirando
alternativamente, ya al suelo, ya hacia mi persona:
-- "¡Aquí es, Erich! ¡Lo hemos encontrado!"
La pista de agujeros (pista de huecos) en la región de
Pisco, vista aérea 01 (p.160-161)
Däniken
indica:
<La misteriosa pista de agujeros, en número de
millares, va de alguna parte a alguna parte en el valle de
Pisco, sin que sea posible encontrarle una
explicación.> (p.161)
[Franja de agujeros: agujeros
tan grandes como hombres]
El agujero con el que acababa de topar tenía un diámetro como
de un metro, por igual profundidad. Justo al lado, un segundo
agujero, y luego el tercero, el cuarto, y así sucesivamente,
como en una verdadera cinta perforada que corría ante nosotros
hasta el infinito. Alcé la mirada para seguirla y la vi
desaparecer en lo alto, hacia las cumbres (p.290).
Huecos de la franja de agujeros en la región de
Pisco (p.291)
Däniken: <La
franja oscura aparece a través del temblor de la
atmósfera.> (p.291)
|
Huecos de la franja de agujeros con Däniken (p.292)
Däniken:
<Cuando me vi frente al primer agujero, supe
que habíamos alcanzado nuestro objetivo.>
(p.292)
|
Estábamos en la primera fila de agujeros, a quinientos metros
detrás de la hacienda. Todos los agujeros, sin excepción,
estaban vacíos, salvo algunos guijarros que habían caído
dentro. Sencillamente, estaban allí, confirmando la primera
impresión causada por las fotografías: como huellas de un
tablero de hacer fideos en la masa, tan exacta era su
disposición. Seguimos las líneas de agujeros cuesta arriba,
llegamos a la cumbre como guerreros fatigados, aunque
interiormente felices por haber alcanzado nuestro objetivo.
La pista de agujeros (pista de huecos, franja de agujeros)
en la región de Pisco, vista aérea 04 (p.293)
Däniken:
<Nuestra mirada sigue la franja hasta el horizonte, hasta
perderse en las neblinas de la lejanía.> (p.293)
A cada loma que ganábamos variaba el aspecto de los agujeros.
Siempre en línea, ahora aparecían cada vez más a menudo
ceñidos por piedras que llegaban a formar como pequeños
brocales. Por último, en la cumbre más alta, vimos que todos
presentaban esa disposición. La serie interminable de agujeros
se ajustaba como la piel de un reptil a una ladera. Era como
si, a una orden, todos los (p.291)
zapadores del ejército indio se hubieran puesto a cavar
simultáneamente y sin salirse de la formación, el uno al lado
del otro, sobre un ancho de veinticuatro metros. En cada
agujero habría cabido bien un hombre.
[Franja de agujeros: ¿un
sistema de defensa?]
¿Y si fuese en realidad un sistema de defensa? Esa fue la
primera pregunta que se me ocurrió. Tuvo que ser un ejército
gigantesco, con un flanco inmenso desplegado a través de la
geografía. Lo cual sería contrario a toda estrategia:
encajonados en aquellos agujeros, poco poder ofensivo habrían
tenido los soldados. En cuanto a la utilidad defensiva, el
trazado de la franja no era el más idóneo. Si hubiera
reseguido las cotas altas de las lomas y colinas, habría sido
otra cosa; desde lo alto - en el supuesto de que hubiese algo
que defender -, los atacantes serían vistos perfectamente
(p.292),
avanzando a cuerpo descubierto y siempre enfilados. Las
grandes obras defensivas como la muralla inca de Perú o la
famosa Gran Muralla china, siguen la línea de las cordilleras.
Como es lógico. Los guerreros medievales establecían sus
castillos en las cimas, desde donde podían ver a cualquier
enemigo que se moviera por los valles. Nada de eso se cumplía
allí, pues la franja de agujeros se ciñe a menudo, en
elegantes y suaves curvas, a los valles o a la parte baja de
las laderas. Si esos agujeros hubieran debido servir para
atrincherarse, a menudo habrían quedado bajo la enfilada de
los ejércitos enemigos.
[Franja de agujeros: agujeros
en la arena - tierra no fue para llevar]
¿A qué utilidad podían servir aquellos cientos y miles de
agujeros? En ninguna época hubo allí tierra blanda que
facilitase la excavación (p.293);
al contrario, el suelo es siempre duro, pedregoso y seco. ¿A
qué tomarse tanto trabajo?
Nos metimos en dos agujeros contiguos. Mirábamos montaña
arriba y valle abajo, siguiendo la franja hasta la lejanía,
donde se esfumaba tragada por la violenta claridad.
[Franja de agujeros: ninguna
losa - ningún hueso - ninguna ofrenda]
¿Y si hubiera sido una necrópolis? En tal caso sería la única
del mundo que, extendida a lo largo de incontables kilómetros,
dejase las sepulturas al descubierto. En las necrópolis
aparece siempre algún indicio de su finalidad: losas
sepulcrales, restos de huesos blanqueados, ofrendas fúnebres.
Nada de eso se ve allí.
¿Servían esos agujeros para marcar la frontera de unos
dominios? Aun asumiendo una mentalidad muy primitiva, no se
entiende que ello mereciese un esfuerzo tan ímprobo. Una
alineación de piedras habría servido igual. Además, ¿se habría
trazado la frontera siguiendo una ladera inclinada? Por muy
dictador que fuese el soberano que obligase a sus súbditos a
emprender obra semejante, habría aceptado el curso de los ríos
como línea de demarcación. Pues bien, la banda de agujeros los
sigue a veces, mientras que otra se desvía de ellos
caprichosamente describiendo una curva. Es una infraestructura
sin parangón. Seguro que no fue una frontera. Pero, ¿qué pudo
ser, si no?
¿Serviría esa línea como rayado para escribir señales? ¿Cabe
imaginar que en noches oscuras, para celebrar el cumpleaños de
algún soberano o un sacerdote, cien mil indios se acurrucasen
en los agujeros para encender sus antorchas a una estentórea
voz de mando? ¿Iluminar una cadena de luz imitando el pomposo
esplendor de las calles de Las Vegas? Pero, ¡ay!, que para eso
no hacía falta cavar agujeros; bastaba que los indios se
colocaran en formación.
[Franja de agujeros: ¿señales
para extraterrestres? - la "avenida misteriosa de las
picaduras de viruelas"]
¿Se trata aquí, como en la llanura de Nazca - sólo ciento
ochenta kilómetros más al sur, a vuelo de pájaro -, de signos
para los dioses? ¿Tiene la franja alguna orientación
astronómica particular? Esto no se ha investigado por ahora.
Las viejas fotografías de la "National Geographic Magazine"
están olvidadas, la franja de agujeros permanece desconocida.
Ningún manual la menciona. Ni siquiera estoy seguro de que
esas antiguas fotos se conserven en los archivos. ¿Se
guardaron tal vez, provistas de su correspondiente número de
catálogo, para que un futuro arqueólogo joven, no deformado
(p.294)
todavía por su profesión, intente descifrar el secreto de los
Andes? Yo no poseo recursos suficientes para financiar una
investigación así. Al menos, habré abierto el camino a ese
investigador futuro. Ya no tendrá que ponerse a buscar a
ciegas; le bastará seguir los pasos que dejo aquí descritos.
Poco antes de dejar Ica, las averiguaciones del profesor
Cabrera revelaron que desde hace siglos los nativos dan a esa
franja el nombre de "la avenida misteriosa de las picaduras de
viruelas".
Misteriosa es, en efecto, tal avenida. Yo mismo ignoro qué
trata de decirnos ese signo del pasado proyectado sobre las
montañas y las quebradas del Perú, por lo que agradecería
cualquier sugerencia. Devoraré con sumo interés cualquier
escrito sobre el particular que se me dirija a estar señas:
CH-4532 Feldbrunnen SO, Baselstrasse 10, Suiza.
¿Crepúsculo de los dioses? ¿Amanecer de los dioses? (p.295)