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Erich von Däniken: Viaje a Kiribati - extraterrestres

6. El crepúsculo de los dioses

[6.5. Guatemala: estela de El Baúl con figura con casco]

El Bául, estela en
                        color de un dios con casco: <El Baúl,
                        monumento número 27>
El Bául, estela en color de un dios con casco: <El Baúl, monumento número 27> (p.160-161)


de: Erich von Däniken: Viaje a Kiribati: 6. El crepúsculo de los dioses; Ediciones Martínex Roca, S.A.; Gran Vía, 774, 7º; 08013 Barcelona; ISBN: 84-270-0684-5

presentado por Michael Palomino (2011)


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[6.5. Guatemala: estela de El Baúl con figura con casco]

Rodeo por Guatemala - [con el coche 4 x 4 en pistas sin asfalto en las lluvias]

Como era gato escaldado, me propuse alquilar un vehículo todo terreno en el aeropuerto de Guatemala capital. No entiendo que las empresas de alquiler ofrezcan exclusivamente "carros" lujosos, pero apropiados sólo para el asfalto. En los países de Sudamérica y Centroamérica, el todo terreno es el único medio de locomoción verdaderamente útil, pero nadie los tiene. Que dónde estaba El Baúl, me preguntó la hermosa guatemalteca que atendía el mostrador.

-- "Cerca de Likkin, y esto está al lado de San José, en la costa del Pacífico" - dije, pues venía bien preparado.

La encantadora damita [mujer dama] mostró su dentífrica y propagandística sonrisa.

-- "¡Para eso no se necesita un todo terreno!" Las carreteras están en perfectas condiciones.

Si esa misma aseveración la hubiese formulado un tipo de dientes amarillentos, yo no habría picado. Pero como venía recomendado por aquella boquita, acepté un crucero del asfalto tipo Dodge, por la tarifa de veintiocho quetzales diarios más once centavos por kilómetro. El quetzal es la moneda del país [1980s], y la paridad está fijada a igualdad con el dólar estadounidense [1980s].

Al salir de la "City", una autopista de cuatro carriles me condujo después de muchas curvas a una región más baja, en dirección a Escuintla. Al parecer, los bellos labios no habían mentido. Todo empezaba com una gira turística, pero a los veinte kilómetros antes de llegar a Escuintla se acabó la diversión. A ambos lados de la autopista se alzaba la selva, y el bochornoso ambiente empezó a hacer brotar el sudor. Autobuses y camiones avanzaban pegados los unos a los otros, soltando nubes de hollín y gases apestosos. En cuanto a adelantar, ni soñarlo: la serpentina de mastodontes de la carretera se extendía hasta donde abarcaba la vista, avanzando a paso de caracol. Después de Escuintla, que es un mísero rincón, no recuerdo más que baches peores que los de una pista de pruebas: ¿cuánto resisten los ejes y las suspensiones de los automóviles en condiciones de máxima severidad? Nunca debí dejarme engañar por una sonrisa seductora, que no me prometía nada más que un Dodge (p.232).

Apareció una bifurcación. La carretera principal continuaba hacia el oeste y en dirección a la frontera con México; mi camino se desviaba hacia el sur, por la CA9 a San José. Parcialmente asfaltado nada más, con lo que mi Dodge se hundía con tremendos crujidos en baches hondos como bañeras, y rebotaba con espantosas quejas sobre pedruscos, muchas veces demasiado seguidos como para poder esquivarlos de un volantazo. Por el lado derecho me acompañaba un arroyo como de unos dos metros de ancho, que en caso de chaparrón indudablemente habría inundado la carretera. Menos mal que esta vez no llovía.

El cuentakilómetros marcaba cuarenta y nueve kilómetros para la travesía de Escuintla a San José, cubierta en el tiempo récord de tres horas. ¡Ah, la sonrisa de Eva!

Tundido y mareado, y con la diferencia de horarios debida al vuelo, cinco horas, pesándome aún en los huesos, cubro los diez kilómetros de San José a Likkin, una moderna colonia turística para descansar. Pensaba hallarme en forma para el día siguiente, en que continuaría viaje hasta El Baúl. La sonrisa de la bella del aeropuerto siguió atormentándome durante mi sueño.

De la noche a la mañana pueden pasar muchas cosas, agradables tanto como desagradables. Por la mañana, al descorrer las cortinas de la ventana del hotel, vi el cielo cubierto por densas nubes. Muy conveniente, me dije: de esa manera el Dodge no se convertiría en una estufa bajo el sol. En las regiones tropicales, muchas veces se forman esas acumulaciones de nubes sin que necesariamente precipiten; a veces consigue uno escapar del aguacero por velocidad... suponiendo que posea un vehículo nervioso, y apropiado para todos los terrenos.

Apenas había salido a la carretera, cuando el cielo abrió todas sus esclusas, descargando un diluvio tal, como si en un solo día quisiera merecer una mención de diez líneas en el Guinness Book of Records. Lo cual no era ninguna novedad para mí, que ya he visto aguaceros tropicales de todas las dimensiones. Pero el de aquel doce de agosto superó todo lo conocido con anterioridad.

El arroyo que el día anterior me acompañaba al lado derecho, ahora que iba en sentido contrario rugía por el izquierdo, creciendo - se notaba de minuto en minuto - hasta que invadió la calzada. Arrastraba troncos, piedras y cadáveres de pequeños animales. Sólo (p.233)

un suicida o un novato desconocedor del trópico se habría atrevido a continuar. Frené, saqué del maletero el cable de remolque y lo até con un nudo corredizo alrededor del tronco de una robusta caoba; el agua me llegaba ya hasta las rodillas.

c
Lluvia en Guatemala y la pista es un río (p.160-161)

Däniken indica:

<El cielo abrió sus esclusas, y al poco la carretera a El Baúl se convertía en un río.> (p.161)

Mientras chapoteaba en el desagradable caldo pardo-amerillento, me parecía estar viendo la sonrisa y los dientes deslumbradores de la seductora guatemalteca, como una especie de maldición bíblica escrita en el agua. ¡Si tuviera un todo terreno! Tienen los ejes más altos, el agua puede pasar con más facilidad por entre las ruedas; los motores se hallan más protegidos contra el agua y el polvo. El Dodge abría el caldo oscuro como la proa de un barco. En un número de equilibrista digno de un circo, me quité los zapatos y los "jeans" y trasladé todo el equipaje a la plataforma posterior y sobre los respaldos de los asientos de atrás, tan arriba como me fue posible, porque el simpático arroyo ya empezaba a invadir el habitáculo.

Siempre llevo conmigo una manta impermeable de la NASA - regalo de Houston - para cualquier clase de emergencias. En esta ocasión la usé para envolver el motor tan bien como me fue posible.

No era muy agradable estar sumergido en aquel arroyo, que se comportaba como un río adulto; sus aguas arrastraban la barbamarilla, una serpiente muy venenosa que se cría en estas latitudes. A pesar de varios encuentros con desenlace inofensivo, me cae muy antipática. El Dodge tiraba del cable como un burro tozudo que quiere correr a precipitarse en un barranco.

Me senté sobre el techo, preguntándome una vez más quién me mandaba meterme en semejantes líos, y dedicando un par de pensamientos cordiales para mi mujer y mi hija, cómodamente alojadas en un hogar acogedor, en medio del idílico paisaje suizo. Dejé pasar el tiempo.

Al cabo de dos horas, el diluvio cesó con tanta rapidez como había empezado. Por lo visto, los ángeles habían vaciado ya todas las piscinas celestiales y ahora conectaban otra vez el sol. Nubes de vapor se alzaron de la selva, como si fuese un lavadero medieval. Los pájaros piaban y graznaban satisfechos, como si hubieran sido ellos los encargados de cerrar las esclusas.

Una especie de "cowboy" a caballo, vestido como para participar (p.234)

en una película, incluyendo la ropa claveteada de plata y el sombrero negro, hizo alto frente a mi vehículo anclado para participarme que los diques del arroyo se habían hundido en muchos puntos, dejando la carretera en muy malas condiciones, por lo que me recomendaba prudencia si quería continuar. Lo cual era fácil de imaginar sin ayuda de tal servicio a caballo.

Pararon otras tres horas antes de que las masas de agua hubieran escurrido lo suficiente. Con todo, el espejo turbio de agua que aún cubría en parte el camino podía ocultar muchos peligros. Quité la envoltura del motor, lo puse en marcha después de varios intentos fallidos y procuré mantenerlo en tal estado conduciendo a toda marcha por entre las salpicaduras; por abajo la máquina estaba siendo bautizada continuamente.

La intención de abandonar con rapidez aquel lugar horrible, para huir de los mosquitos que puestos de acuerdo habían declarado zona franca mi persona, fracasó. Víctima del diluvio, tuve que empujar el coche, a menudo con ayuda de campesinos, hasta sacarlo del fango. A treinta y ocho kilómetros de San José, el camino emergía por fin del lecho de aquel arroyo desmandado. Los dioses me habían puesto duramente a prueba antes de llegar a El Baúl, sabedores de que había de hallar allí una compensación por la que había valido la pena el esfuerzo.


El Baúl invita a comparaciones

Estelas en Guatemala en El Baúl
Estelas en Guatemala en El Baúl (p.236)

Däniken indica:

<El Monumento número 27 se halla en el poblado de El Baúl, bajo un cobertizo de tablas.> (p.236)

[Una estela con un dios con casco en la aldea de El Baúl]

A pocos kilómetros de Santa Lucía Cotzumalguapa se halla la aldea de El Baúl. La compensación aludida se encuentra allí debajo de un cobertizo de tablas, expuesto a la intemperie al lado de un ingenio azucarero. Las esculturas de piedra que eran mi objetivo fueron encontradas por casualidad, hace pocos decenios, durante una tala en la selva... y depositadas allá.

La pieza más espléndida es la clasificada por los arqueólogos como "Monumento de El Baúl número 27". Al menos le dieron un número de catálogo. Veamos lo que tienen ahí,expuesto a la decadencia del tiempo.

El "Monumento número 27" es una estela de 2,54 metros de alto por 1,47 metros de ancho.

El Bául, estela en negro y blanco
El Bául, estela en negro y blanco (p.237)

Däniken:

<Esta figura de 2,54 metros de altura, con los brazos en jarras, lleva una especia de guantes de boxeo con los que sujeta unas como pelotas de tenis.> (p.237)

El Bául, estela en color de un dios
              con casco: <El Baúl, monumento número 27>
El Bául, estela en color de un dios con casco: <El Baúl, monumento número 27> (p.160-161)


Domina el relieve una figura con los brazos (p.235)

puestos en jarras, las manos apoyadas en la cadera... con bastante donaire, a lo que me parece. En dichas manos lleva una especie de guantes de boxeo, y sujeta unas bolas del tamaño de pelotas de tenis. El aspecto de la figura es decididamente moderno, lo mismo que las botas en que enfunda sus pies, cubriendo hasta las rodillas, a su vez envueltas en unos pantalones bombachos sujetos por un ancho cinturón. La pieza superior es como una camiseta ceñida. Hasta aquí, el personaje viste a lo que sería la moda de su tiempo. Lo más asombroso es el casco que cubre completamente la cabeza. Como en un moderno traje de buzo, se cierra sobre el cuello en un reborde grueso que llega hasta los hombros. Hacia la espalda, conecta con el casco una especie de tubo que termina en un pequeño recipiente comparable a un depósito. La abertura correspondiente a (p.236)

los ojos se diría cubierta por un material transparente; detrás de la misma se distingue un ojo con la ceja, el arranque de la nariz y parte de ésta.

Y aquí empieza lo más notable de la figura de piedra: prolongando directamente la nariz, pero por fuera del casco, el artífice modeló un hocico de animal, tal vez de jaguar. De las fauces armadas de colmillos brota, como a presión, el aliento del portador del casco. A observar además los dos colgantes que lleva al cuello, uno con una cajita más o menos cuadrada, y el otro con algo redondo que no se distingue muy bien, quizás un amuleto.

Debió ser alguien ese portador de casco, pues a sus pies se acurruca temerosamente una figura más pequeña; también ella usa guantes de boxeo a la moda y lleva una pelota de tenis que ofrece al (p.237)

poderoso. Para completar la descripción del relieve, digamos que al pie del mismo queda una orla donde aparecen seis personajillos no bien definidos.

Según la opinión corriente de los arqueólogos, este relieve quiere ser una escena del tradicional y letal juego de pelota de los maya, y el vencedor lleva una máscara de mono, de jaguar o, más probablemente, de zarigüeya; por tanto, lo que yo he llamado un "tubo" no sería otra cosa sino el rabo del pequeño marsupial, y el "aliento" que sale de la boca sería una representación estilizada del agua. La zarigüeya es un animal acuático.

(nota 1: Greene, Merle: Maya Sculpture; Berkeley, 1972)

¿Cuál de las interpretaciones exige más fantasía, en realidad, la que quiere ver en la estela una especie de muñeco de goma en figura de zarigüeya, o la que distingue claramente las piezas de un equipo técnico? ¿No hay que estar ciego de tanto estudiar, para "creer" que la zarigüeya, el mono o el jaguar introducen el rabo, por encima del hombro, en un depósito que llevan a la espalda?

Por desgracia, ya no es posible localizar el primer audaz "inventor" que convirtió en agua lo que no es sino el aire de la respiración, en versión estilizada. Mucho talento debía poseer ese intérprete plástico cuando logró que sus desvaríos fuesen aclamados y recibidos en los libros de texto; y ya se sabe que cuando una cosa entra en los libros de texto, queda protegida por el tabú de la opinión académica. En cuanto al significado del depósito, nadie se molesta en aclararlo. ¿Accesorios animales? La fe científica no precisa de explicaciones. Se ha de creer, y basta.

Lo del juego de pelota maya podría ser el comienzo de una explicación, si no fuese por los demás requisitos - además de las pelotas -, innecesarios y más bien molestos para la práctica del deporte. No creemos que los maya se pusieran pantalón y camiseta estrechos para jugar, y botas altas por añadidura.

[Interpretaciones: un dios con casco]

De acuerdo con el consejo de Sir Alexander Fleming, no dejo que las doctrinas oficiales aletarguen mi cerebro, y expongo esta interpretación:

Dos seres extraterrestres o "dioses" han luchado entre sí, y el vencido entrega su arma al vencedor al tiempo que implora clemencia. También es posible que sólo la mayor de las dos figuras represente a una divinidad; el soberano o príncipe arrodillado suplica el favor del poderoso extranjero. La figura dominante es la del vencedor (p.238),

que viste de manera no usual entre los terrestres: un traje herméticamente cerrado le protege de las bacterias y virus de un planeta que no es el suyo. Los terrícolas no precisan tal protección, pues son ampliamente inmunes a los hongos y bacterias patógenas. Se explica asimismo el sistema de respiración autónomo; el extranjero toma aire filtrado del depósito a través del tubo que desemboca en el casco.

Todavía hoy, los indios de El Baúl miran la estela como la representación de un gran dios desconocido. Hasta hace pocos años les ponían velas a la figura. Los indios guatemaltecos son mayas, descendientes de aquéllos que crearon los grandiosos templos y pirámides. Según la antiquísima creencia de los maya, la materia estaba animada... lo mismo que la estela de El Baúl, que encierra por sí sola animación suficiente.

Mis críticos objetarán a voz en cuello que el casco tiene un hocico de animal. Que no se sabe que los extraterrestres tuviesen hocico de animal, y además no se dedicaban a esculpir y erigir estelas.

Por enésima vez habré de observar que los extraterrestres nunca pusieron manos a la obra personalmente. El escultor que eternizó a un "dios" con casco, traje estanco y demás requisitos técnicos no sabía qué estaba representando. Él vio a esa figura extraña, a esa aparición cósmica que le causó impresión, y plasmó esa impresión recibida sin atender a detalles técnicos que ignoraba. Todos los artistas antiguos, estoy convencido de ello, procedieron así: el avión pasó a ser un pájaro, el tractor oruga un animal fabuloso, el rayo láser un rayo del cielo en manos de los dioses, el casco una máscara absurda en apariencia (p.239).


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